2017/07/10

El tercer estante a la izquierda

Era temprano, las calles empezaban a desperezarse al ritmo de las primeras pisadas y la tienda aún estaba vacía. El maestro preparaba los encargos del día cuando la campanilla de la puerta dio la bienvenida al primer comprador, que titubeante, se quedó mirando la mercancía.
Yo por ese entonces vivía en el tercer estante a la izquierda. Hasta ese momento mis servicios habían sido los de muñeco de vudú en práctica pero por cualquier razón el maestro creyó que ya estaba preparado y me vendió a aquel inseguro cliente.
Cruzamos varias calles hasta llegar a mi nuevo hogar, una casa que te podía arrancar la sombra con tan solo mirarla. Una vez dentro, marcó sobre mi piel de tela los puntos donde colocaría las agujas. Al otro lado se encontraba la víctima con quien yo tenía que conectar, y aunque no era necesario tenerla cerca, el efecto siempre era mejor si lo estaba. Cuando el ritual comenzó, los gritos contiguos hicieron de mí un verdadero muñeco de trapo en el que mis sentimientos se descosían con cada pinchazo y mi mente al deseo de volver al tercer estante a la izquierda.
El resonar del bucio
El abuelo siempre dormía con una caracola sobre la mesilla de noche. Se la regaló su padre el día que partió al viejo continente para ocupar un puesto en una de las minas de fosfato, con la promesa de que soplara por uno de los extremos cada vez que lo echara de menos y él, atento a la señal y a pesar de los kilómetros, le devolvería el estruendoso mugido con otra caracola. Al instrumento lo llamaban bucio y aunque yo pensaba que solo servía para oír el mar, el abuelo me enseñó sus otras utilidades. Decía que era mágico y fue en las noches frías bajo las faldas de Tibesti donde comprobó el poder. Para verlo bastaba con pensar en algún recuerdo mientras lo hacías sonar e instantáneamente la imagen se proyectaría en las nubes.
Cuando dejó de tener memoria para soplarlo, yo empecé hacerlo por él. Mis imágenes nunca fueron tan potentes y lo único que conseguía era que de sus orificios saliera un colorido líquido viscoso.
El día que el abuelo murió, mi cuerpo despertó frío y con lluvia. Después de su entierro caminé hasta nuestra montaña favorita, y con el bucio en la mano soplé con todas mis fuerzas. El sonido se alargó por toda la ladera hasta mezclarse con el cielo, y entonces, ocurrió que volví a ver al abuelo poniendo barquitos de pan en la sopa, cortando las malas hierbas, afeitándose en la vieja palangana. Siempre mirándome, siempre reconociéndome.

Lidia sería una chica normal


Lidia tiene diecisiete años, la conozco desde los trece.
Le gusta las series ánime, aprende chino por su cuenta, dice que siempre está en continua conexión con la naturaleza, lee libros de biología nivel universitario y su libro favorito es Kafka en la orilla.
Se levanta a las seis de la mañana para regar sus veinte mil plantas mientras les cuenta su vida porque siente que son las únicas que la comprenden. 
Lidia sería una chica normal a la vista de casi todos si no tuviera Asperger.

-Hola, ¿qué te pasa profe?
-Nada
-Sí te pasa, te noto triste. 
-Anda calla y vete a buscar las fotocopias. 
-No quiero dejarte sola.

Y Lidia que no toca a nadie nunca, me cogió de la mano por primera vez en su vida, en nuestras vidas. 
Lidia sería una chica normal, menos mal que no lo es.

Rupturas


Mi tercer amor me dejó el 31 de diciembre. No quería gastar ni un solo beso más para el año siguiente. Al menos en mí. Ni besos, ni amor, después de 3 años lo único que quedó fue un estúpido anillo en mi dedo. Un estúpido anillo de un tío que me lo dio de la forma más cutre. Y mira que lo tenía fácil el imbécil. 

-Toma
-¿Qué es? 
-Ábrelo, por fin tienes tu anillo.

Y yo de tonta me emocioné y hasta le di un beso. 

Pero ese día sabía lo que iba a pasar y por eso lo llevaba guardado en el bolso en la misma caja que lo recibí. No hubo dramas, no es mi estilo y cuando se fue, me acerqué al mar, y lo tiré. El tirarlo no arregló nada porque se quedó flotando el muy imbécil, balanceándose entre las olas como divertido de ser, él también, libre. Sin embargo seguía en mi dedo aunque ya no estuviera, anillada como un pájaro aunque no lo tuviera. Incluso creía verlo. Lo notaba, y con el resto de mis dedos no hacía más que acariciar el hueco cortado que me había quedado. Y cómo dolía. Muchos meses después seguía colocándomelo bien sin darme cuenta, y teniendo miedo de que se me cayera al bañarme o al ponerme crema. Mi pobre dedo incompleto echando de menos a su órgano fantasma. Pasó tiempo hasta que la sensación se me borró por completo. Ahora tengo otro, me lo regalé yo, mi dedo con una prótesis nueva, feliz porque sabe que esa nunca se irá.

Can´t take my tears off me

Si alguna vez me ves con el paraguas abierto sin lluvia, probablemente será que estoy a punto de llorar y no quiera hacerlo. Lo abro para protegerme de mí misma y para no mojarme por si me desbordo.
El mundo no se para porque yo llueva pero los días en que me pasa esto y llueve de verdad es cuando más libre me siento. La gente no te mira a ti por rara, ni piensa que estás loca, solo mira al cielo y piensan que los equivocados son ellos por no sentir las gotas.
Esta mañana supe que sería uno de esos momentos. Solo había que ver las nubes, mi ojo derecho con un pequeño derrame de lágrimas rojas y escucharme canturrear Can't Take My Eyes Off You de Frankie Valli.
No me separé del paraguas en todo el día, y prediciendo la que se avecinaba, cogí el más grande. Cuando por fin pude tener un ratito solo para mí, caminé hasta llegar a mi rincón favorito de la ciudad y abrí el paraguas. “I am just too good to be true, can't take my tears off me…” Y lloví, y lo hice pensando que si alguna vez me ves con el paraguas abierto delante de ti, probablemente será que estoy a punto de besarte y no pueda hacerlo. Lo abro para controlarme y no ahogarnos a besos si me desbordo.