A veces olvidamos que las personas que pasan por nuestra vida no son eternas.
Llegan, nos acompañan por un tramo del camino, y muchas veces se van… no porque querían hacerlo, sino porque nosotros no supimos verlas, no supimos sostenerlas. Las relaciones humanas son frágiles. Basta una palabra mal dicha, un silencio mal interpretado, un orgullo que se interpone. Y de pronto… alguien que nos importaba ya no está. Ya no responde. Ya no sonríe como antes.
Vivimos con la ilusión de que habrá tiempo. Tiempo para pedir perdón. Para decir lo que sentimos. Para mirar con ojos nuevos a quienes amamos. Pero la vida no espera. Y cuando abrimos los ojos, el tren ya pasó, las palabras no dichas se nos atragantan y los abrazos que no dimos se vuelven memorias llenas de eco.
Parte del problema es que hemos crecido en una sociedad que nos enseña a competir, no a conectar. A defendernos, no a sentirnos. A aparentar que todo está bien, incluso cuando por dentro estamos rotos. Y cuando nos sentimos vulnerables, pequeños, “menos”, en lugar de pedir ayuda… atacamos. En lugar de abrirnos, nos cerramos.
Y lo más triste: en ese miedo a no ser suficientes, muchas veces decidimos hacer sentir menos a los demás. Los alejamos, los criticamos, los anulamos. No porque no los amemos… sino porque no sabemos cómo amarnos a nosotros mismos sin ese miedo de fondo, sin ese dolor sin nombre que arrastramos desde hace años.
Pero herir a los demás no borra nuestras heridas. Rechazar no llena el vacío. Callar lo que sentimos no es fortaleza, es miedo disfrazado.
Aquí es donde entra la templanza. Esa virtud olvidada que nos enseña a detenernos, a respirar, a reconocer que aunque el enojo es válido—porque sentirnos heridos, inseguros o expuestos es profundamente humano—no por eso estamos autorizados a dañar. Que una emoción no justifica una agresión. Que podemos estar enojados sin dejar de ser responsables de nuestras palabras y actos. La templanza no es reprimir lo que sentimos, sino aprender a darle forma sin destruir con ello lo que amamos.
Es hora de despertar. De darnos cuenta de que la vida es una. Solo una. Y no podemos seguirla desperdiciando alejando a quienes nos hacen bien solo porque no sabemos cómo gestionar lo que sentimos.
Todos, en algún momento, hemos dañado a alguien sin querer. Pero también todos tenemos el poder de sanar. De volver a aprender a mirar a los ojos sin miedo. De hablar con el corazón. De reconocer que ser vulnerable no es ser débil: es ser humano.
Si algo te duele, si sientes que tu forma de relacionarte siempre acaba en lo mismo, si cargas con enojo, tristeza o soledad… no estás solo. No eres menos. Y no tienes que seguir repitiendo los mismos patrones. Tomar terapia no es un signo de fracaso, es un acto de valentía. Es una forma de decir: "ya no quiero seguir sobreviviendo, quiero aprender a vivir de verdad."
Hazlo por ti. Hazlo por las personas que aún están en tu vida. Hazlo por las que se fueron, pero sobre todo, hazlo por la versión de ti mismo que mereces ser.
No estamos aquí para ganar... estamos aquí para conectar.
Toma terapia. Cultiva la templanza. Abraza antes de perder. Y no dejes pasar otro día sin decir lo que sientes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario